"Un día cualquiera, a María Dolores de la Fe se le ocurrió una idea más que genial. Era una ocurrencia escandalosa. Ella sabía que nadie se la iba a tomar en serio, pero también sabía que todo el mundo iba a leer esa idea y que la gente comentaría lo que ella había pensado. Y había pensado nada más y nada menos que Cristóbal Colón había sido una mujer. Una mujer en la cúspide del mundo. Una mujer entera que se había escondido bajo el ropaje de un aventurero que conocía por intuición como la palma de su mano el mapa entero del mundo. Sólo que al revés: viajó con muchos hombres, igual de aventureros que ella, al fin del universo planetario, a descubrir nuevas tierras que estaban al otro lado de su rumbo. Bajo el nombre de Cristóbal, en español, en italiano, en catalán o en portugués, aquella mujer inventada por la escritora isleña hizo fortuna en la Historia. Tanta como su ocurrencia en la vida de la gente.
María Dolores de la Fe no era sólo una mujer divertida, ocurrente, simpática y amable. Tenía un concepto de la vida lleno de sugerencias, escribía en los diarios de su tierra y siempre tenía un elemento de optimismo que muchos interpretaban como una frivolidad, una superficial frivolidad. Estaban equivocados. Lo suyo era humor. No humor sarcástico, no humor de combate, de vanguardia, sino humor directo, sin chiste, pero con una fina ironía propia de una escritora francesa de entreguerras. Estoy seguro que, de haber nacido y vivido en París, María Dolores de la Fe hubiera sido una gran escritora francesa. Pero nació en un mundo insular que marginaba a los escritores de entonces, cuanto más a una escritora como ella que, sin embargo, no tuvo nunca en cuenta los desvaríos y desdenes de su propia gente. Más bien, y siempre lo pensé, no sólo ahora, los perdonaba. Porque había en ella una fuerza humana descomunal que repartía a todas horas sin esperar cobrar nada por ese regalo.
Teresa Iturriaga: la conocí de lejos, en la presentación en Las Palmas de Gran Canaria de mi novela El Niño de Luto y el cocinero del Papa. Recuerdo que esa presentación fue un éxito, pero lo que me quedó hasta hoy, y creo que para siempre, fue la complicidad de aquella escritora que, al final del acto, se atrevió a pedirme una cita o algo así. Para hablar de un proyecto en el que usted está involucrado, me dijo. Y me llenó de curiosidad. Era escritora. Y traductora. Y muy preocupada -noté- por las cuestiones literarias. No había nacido en Las Palmas de Gran Canaria, pero vivía en la isla desde hacía bastantes años ya y estaba arraigada en un paisaje que a mí siempre me ha conmovido, hasta hacerlo objeto y título de una de las novelas que estoy escribiendo: la playa de las Canteras.
Nos hicimos amigos. Hablamos. Conversamos. Discutimos a veces con pasión, siempre sobre cuestiones relevantes de la vida. Tiene una vitalidad asombrosa, que derrota a sus interlocutores por fuerza, razón y estilo. La misma fuerza, razón y estilo que poseen sus textos literarios, todos los que he leído, incluso los escritos a contracorriente. Es fundamentalmente poeta, aunque transita con frecuencia el cuento (que en ella no deja de ser un elemento literario verdaderamente poético), y tiene un problema grande: inyecta tanta pasión en su discurso oral como en el escrito. Han pasado ya unos años de nuestro primer encuentro, y de todos los demás está llena nuestra amistad, y la leo siempre con una curiosidad intelectual que va más allá del interés para anclarse en la lealtad amistosa, la que dice la verdad aunque no gusta, la que no miente nunca. Es, además, una de las mejores lectoras que conozco de mis textos, sobre todo mis artículos y novelas, y la quiero tanto que no puedo negarme nunca a sus ocurrencias. Cafés. Tragos. Conversación: lo paso en grande. Y aprendo.
Ahora, este libro que prologo, este libro de cuentos de María Dolores de la Fe y Teresa Iturriaga me acercan al amor en su lectura. Me congratulan con la ciudad en la que nací, iluminada e imaginada por esas dos grandes señoras de la escritura literaria. Las dos fueron amigas hasta el final, hasta la muerte de María Dolores de la Fe, e incluso después continúan siéndolo a través del recuerdo y de este libro de relatos que tanto me ilusiona prologar. Cierto: María Dolores de la Fe, que murió con muchos años, conoce el territorio físico que acaricia con palabras de amor y de humor como si todavía estuviera pisando esa geografía casi siempre huidiza de la isla en la que vivió. Teresa Iturriaga asume su papel de advenediza, o eso creo, aunque sabe de memoria que la única patria posible es su propia memoria y la de los que la rodean con tanto amor. Las dos son atrevidas. Hablo del atrevimiento encendido del escritor, esa curiosidad que todo los husmea y a todo le saca segundas y terceras, esas músicas que sólo oyen los pocos y pocas que atienden a sus propios pasos y se quedan con el eco de sus pequeñas aventuras para esculpir después en palabras ordenadas su mundo literario, el mundo de estos cuentos en los que el lector puede descubrir tesoros escondidos sólo a la vista de los que leen con interés intelectual, interés cultural, por encima de protagonismos y de excesos sociales.
No soy amigo de aplaudir los libros de mis amigos más cercanos, salvo que estudie en ellos esa música oculta que me descubre espejos sagrados que se dibujan para siempre en mi memoria. Estos relatos de la ciudad son luminosos, poéticos, a ratos humorísticos. No es que se dejen leer, sino que una vez dentro de cualquiera de ellos es obligatorio leer todos los demás. Teoría de conjunto: sospecho que el acuerdo para este proyecto que ahora ve la luz fue total, sin despachos ni empachos personales. Con la calma y la lealtad que producen la literatura de verdad y la verdadera amistad.
Me cuentan, aunque yo no lo comparto, que no hay peor enemiga de una escritora, cualquiera que ella sea, que otra escritora. Y así sucesivamente. No me consta, aunque haya casos, raros pero casos, al fin y al cabo. El caso de María Dolores de la Fe y de Teresa Iturriaga no es único en el mundo, pero es uno de los mejores que conozco. Y conozco, a estas alturas de la vida y de mi mundo, bastantes casos de lealtad y efectividad.
Vayamos al libro: cada cuento es un pequeño universo que relata, a veces con mucha poética interna, un sentimiento. No puedo decir, luego de leerlo dos veces y media, que uno sea mejor que otro. Todos me gustan, como si los hubiera escrito yo. Todos me emocionan. Son relatos que pertenecen al mundo de los afectos y en ese mundo, tan secreto a veces, sólo mandan las dos escritores consiguiendo un sincretismo pasmoso al final de la lectura.
De modo que esta ciudad escrita es una ciudad de las dos, la arquitectura del relato, cualquiera de ellos, de una y de otra, está llena de guiños y respetos, llena de finura, de una elegancia poco común en mi mundo, el mundo de la literatura en el que me he movido a lo largo de toda mi vida. Ni la una ni la otra son escritoras académicas de las que aprender como si leyéramos un catecismo. Hablo de literatura y eso basta. Hablo de amor por la escritura literaria, que es el sustento mayor en el que se ajusta cada uno de los relatos, cuyo desarrollo y final son exactos, traídos a la escritura en el punto exacto. Personajes, intérpretes, figurantes: nada sobra. Tampoco ningún paisaje, ningún recuerdo, ningún detalle que aquí es detalle y no pincelada de tres al cuarto.
Octavio Paz decía, a veces con la boca chica, que el género literario de la novela era para gente menor intelectualmente. Lo decía con sarcasmo: fue tan difícil para él que comenzó escribiendo una novela y terminó escribiendo uno de los más grandes ensayos del mundo hispánico: El laberinto de la soledad. Por el contrario, Hemingway, gran novelista, explicaba que la novela es una pelea que se gana por puntos, mientras el cuento es un género (otra pelea) que se gana por KO. Y él sabía mucho de boxeo y de relatos: escribió algunos de los mejores de la literatura universal. Hemingway, aquel gigante. Henry James decía que para ser escritor de novelas había que tener una voluntad férrea. Tengo para mí que, tal vez, todos tengan un poco de razón. En cuanto a la afirmación de Henry James, se la atribuyó a los verdaderos escritores: los que nunca salen de su territorio personal, de su escritura. Los que y las que nunca salen de la literatura, sino que se pasan toda la vida, con sus trabajos y sus días, obsesionadas por la escritura literaria. Y este es el sentido que quería a dar a mis palabras: estamos ante el libro conjunto y completo de dos escritoras de verdad; una, ya fallecida, se pasó la vida escribiendo y recordando. Algunos la dieron por simple costumbrista. Allá ellos; la otra cayó en las redes de esta manía asombrosa de la escritura literaria, se fabrica todos los días sus propios escenarios, escribe viaja, habla, asiste al mundo. Y saca consecuencias de todo en su literatura, en su vicio de escribir, como decía John Updike: que la literatura, para un escritor o escritora de verdad, es un vicio que no se quita nunca. Pasen y lean. Y seguramente me darán la razón. En todo o en casi todo de lo que acabo de escribir."